Lo primero que recuerdo si rebusco en mis lagunas es el brillo tenue y anaranjado de las farolas, las vías del tren y una noche negra sin estrellas. Hacía calor, el aire estaba cargado y una humedad pegajosa se me metía en los huesos. Sin embargo, vestía mi chaqueta vaquera desgastada. A mi alrededor escuchaba las voces de la multitud, de amigos, compañeros y conocidos que murmuraban girando sobre sí mismos al igual que yo, pregúntandose qué era aquella sensación de angustia que les oprimía el pecho. Me sentía como si cientos de pares de ojos me observasen desde las esquinas de los callejones, desde los balcones, desde detrás de los árboles, y un sudor frío me resbalaba por la nunca, incrementando mi inquietud.
El desencadenante de mi pesadilla fue un chaparrón. Sí, un aguacero que de pronto cayó en el centro de varios de mis amigos y de mí, en el área delimitada por el círculo que estábamos formando, sin salpicarnos gota alguna. Abrumados y boquiabiertos nos miramos entre nosotros con la incertidumbre reflejada en nuestros rostros. Dimos un paso atrás y el agua comenzó a caer con más fuerza. Una chica, a la que no logro ponerle cara, curiosa y sin vacilar, caminó hacia el lugar donde llovía en un intento de atravesarlo. Y entonces, pasó. El primero de muchos. En el centro de aquella circunferencia bordeada por zapatillas de deporte y sandalias, la muchacha empezó a retorcerse sin explicación alguna, chillando a la vez que se llevaba las manos al cuello, como empujadas por una fuerza invisible hasta que la asfixia ahogó sus gritos. Y se desplomó en suelo, inerte. En ese momento se inició el caos. Todos los ojos que creía sentir clavados en mi espalda se volvieron reales, o algo parecido. Siluetas ataviadas con trajes negros, algunas con máscaras y otras, a las que soy incapaz de ponerles cara, aparecieron entre nosotros. O mejor dicho, aparecían y desaparecían a su antojo desvaneciéndose en el aire. Se colocaban ante uno y, en un abrir y cerrar de ojos estaban tras de ti. Y, si a tus espaldas te encontrabas con aquellos entes, no podías escapar. La gente comenzaba a caer, muerta, ante mis ojos, y al mismo tiempo se me nublaba la vista. Veía a mis amigos correr en direcciones sin sentido y cómo les daban alcance y les llegaba su fin. Veía a parejas asustadas que se quedaban quietas en los rincones hasta que, en milésimas de segundo, ahogaban un grito para sellar sus voces en un silencio perpetuo. Mientras tanto, yo era incapaz de moverme. Temblaba, y al mismo tiempo sentía como una corriente eléctrica recorría todo mi cuerpo. ¿Sabes cómo son las luces de neón cuando van a fundirse? Yo era como esas luces, parpadeante, como si me fuese a apagar de un momento a otro. Luz, oscuridad, luz, oscuridad. Absorta ante aquella imagen, escuché mi nombre tras de mí, y se puede decir que reaccioné. En medio de un mar de cadáveres una chica rubia, bajita, me llamaba. Avancé hacia ella despacio, pensando que si tal vez caminaba sin llamar la atención, conseguiría llegar hasta a ella sin dejarme, literalmente, la vida en ello. Y, curiosamente, así fue. Cogí su mano y ambas la apretamos. Miramos a nuestro alrededor. Todo desierto. Ni una voz, nadie en pie. Corrimos. Corrimos todo lo rápido que fuimos capaces, conscientes de que cada paso podría ser el último. Llegamos hasta mi portal y rebusqué en el bolsillo las llaves, tomamos el ascensor, y una vez en mi casa bajamos las persianas y nos acurrucamos en un rincón de la entrada, abrazadas, asustadas.
Sin embargo, si de algo estaba segura es que allí era muy improbable que alguien nos hiciera daño. Me había dado cuenta de que estábamos en un tablero, un tablero inmenso donde todos éramos las fichas. Y, todos sabemos que en muchos tableros, toda ficha tiene su "casa", su lugar donde es inmune a ser comida o pillada. Pero ser inmune no significa estar a salvo, ya que ambas estábamos a merced de nuestros miedos, el temor nos invadía, la soledad nos atacaba. Podíamos quedarnos ahí, para siempre, ocultas del peligro. Moriríamos de hambre, de frío o de pena, pero de cualquier manera todas esas opciones eran mejores que morir asesinadas a manos de algo que ni siquiera sabíamos qué era. Supongo que el destino no quería ser tan benévolo con nosotras.
Escuchamos voces en la calle, alguien gritaba nuestros nombres. Si alguien quedaba con vida allí abajo, en aquel cementerio de inocentes masacrados, ninguna de las dos íbamos a dejarlo perecer entre el olor a putrefacción y el desanhelo. Recuerdo escuchar a mi amiga decir algo, no obstante, no sabría decir el qué. Nos fundimos en un abrazo y abrí la puerta.
Y en ese mismo instante preferí no haberlo hecho nunca. Ahí estaba, ante nosotras, en el rellano, una figura alta, esbelta, con su traje negro y una máscara diabólica que invitaba a perder el habla. Escuchábamos su respiración pausada, amenazante. No podría decir si pasó un segundo o un año, pero, al vernos con la imposibilidad de coger el ascensor, echamos a correr por las escaleras. Y en ese momento pasaron demasiadas cosas. Me apagué. El neón terminó de fundirse, y me invadieron las más oscuras tinieblas. Al mismo tiempo que mi luz se evaporaba, mi acompañante soltó un grito ahogado y cayó en mis brazos. El mundo se vino abajo a mi alrededor, todo era negro. No sabía qué diantres había pasado, por no saber, ni siquiera sabía si yo seguía viva o muerta. Me sentía transparente e invisible y tenía un cadáver en mis brazos. De cualquier forma, ya no tenía sentido asustarme, ni chillar. Ya nada tenía sentido.Y en ese momento, desperté.