El tiempo corre deprisa, nunca se detiene. Por muchos intentos que llevemos a cabo siempre seremos incapaces de domarlo. No obstante a veces el tiempo avanza a nuestro favor, no deteniéndose ni acelerándose, pero de alguna forma lo hace. Es como un caballo que trota y galopa a su antojo por doquier, que nos lleva en su grupa sin arneses ni montura, pero que al mismo tiempo tampoco nos deja caer. El tiempo es necesario para descubrir que, a medida que pasa, aparecen en nuestra vida personas que llegan para quedarse. La concepción del tiempo es diferente para todos nosotros, para unos avanza muy deprisa, para otros apenas se mueve. Si tuviera que aportar mi propia conclusión de todo esto, sería... que yo crezco con el tiempo. A su paso va dejando una estela de recuerdos, algunos malos, pero muchos otros muy buenos, todos vinculados a personas, miradas y sonrisas. Ignoro lo que me aguarda en un futuro, porque el tiempo es algo incierto, sin embargo no es algo a lo que temo. Uno tiene que disfrutar del presente, aprovecharlo, ser un espíritu joven en un mundo que se ahoga. No puedo quejarme, ¿por qué iba a hacerlo? Tengo conmigo todo lo que quiero, o casi todo. Pero, sobre todo, tengo a todos a quiénes quiero. A todos. Ninguno ha perecido con el tiempo, y si alguno se ha apartado de mí, ha vuelto. No obstante, tampoco nadie se ha apartado, nadie nunca se había ido del todo. Y, si algo o alguien tiene pensado marcharse y abandonar la montura, me temo que yo no soy quién para impedir que se marche. A pesar de todo esto y posicionándome del bando del optimismo, el día a día es grato, liviano, para que sea más sencillo aprovechar cada momento como si ese mismo fuera el último. Porque, claro está, el último terminará llegando.Mientras tanto, no veo por qué no sonreír.
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