Al ritmo de una música suave giraba sobre sí misma mediante formas sutiles, trazando figuras que se proyectaban en la pared del desván. Una bombilla desnuda colgaba tenue del techo y la canción sonaba en un viejo tocadiscos lleno de polvo. Qué delicada parecía, qué liviana, flotaba como una pluma, sigilosa, ágil, sutil. Tenía los ojos cerrados y los labios entreabiertos, sentía cada nota y la hacía suya, dejándose llevar, acelerando y decelerando, mecida por aquella melodía que inundaba la habitación. Él la observaba desde un rincón donde la luz parecía no querer llegar. Sabía que ella no podía verlo, etéreo e incorpóreo como era, atrapado en una dimensión paralela separada de la realidad por un abismo demasiado grande. Pero él la miraba, y esbozaba una media sonrisa ensimismado ante aquella danza, absorto en cada uno de sus movimientos. Casi de manera inconsciente se incorporó y se acercó a ella. La seguía, despacio, parecía de porcelana. Y cuando el piano dio las últimas notas ella se dejó caer, terminando así su baile, suspirando exhausta, pero también satisfecha. A pesar de que sabía que no se iba a dar cuenta, le rozó la mejilla rosada con el dedo índice. El contraste entre sus mejillas y su piel pálida le daba todavía un aire más inocente, más puro, más suave. Porcelana y nieve, eso era lo que era. Él siempre supo que había nacido para aquello. Y comprobó, sonriendo para sus adentros, que su patito feo se había convertido en cisne.
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