A mi familia le
encanta viajar. Desde pequeñita me he acostumbrado a escaparme los fines de
semana a conocer lugares nuevos y a pasar los veranos fuera, lejos del ruido de
los coches y de la monotonía, pero sobre todo lejos de cualquier sitio que responda
al nombre de “ciudad”. He aprendido a disfrutar de la calma de los lugares
tranquilos, a apreciar el paisaje sea cual sea, a fijarme en los pequeños
detalles que conforman la grandeza de las cosas. Tal vez sea ese el motivo por
el que, a pesar de que yo no sea el mejor ejemplo para hablar de esto, de vez
en cuando tenga conciencia para intentar eso de hacer el mundo un poquito
mejor.
Siempre me ha
llamado la atención la forma de hacer las cosas en los sitios pequeños. Por las
mañanas todo el mundo sale con su carrito y se va a hacer la compra; y es
curioso que, como en una escena de película americana, los niños van en esas
bicis con cestita llevando el pan al mismo tiempo que hacen carreras entre
ellos gritándose y riéndose. Allí cuando asoma el buen tiempo, verás las
ventanas abiertas de par en par, dejando que la luz se cuele por ellas. Me
encanta pasar por la calle y escuchar el runrún de una tele de alguna casa, el
llanto de un bebé al que quizás se le haya caído el chupete o alguna risa de
alguna pareja, como si yo también fuera un rayito de sol que me cuelo sin ser
vista haciéndome partícipe de alguna historia ajena por unos segundos.
Yo soy la primera
que cuando me piden un sábado a la mañana que baje a comprar el pan me quejo.
¿Por qué no llegará él solito hasta la cocina? Sin embargo, tampoco tiene que
ser así. Supongo que al fin y al cabo no cuesta salir cinco minutos; como
tampoco es para tanto ir hasta clase andando, aunque pasemos un poco de frío en
esas mañanas que a uno le gustaría quedarse entre las sábanas; o tampoco nos
hace falta tener toda la casa iluminada, a no ser que hayamos visto una
película de miedo y no tengamos a quien abrazarnos.
Algo que también me
llama la atención, las pocas veces que voy a una ciudad, es el contraste existente
entre unas y otras, entre zonas y zonas. Podemos estar en una calle donde
apenas hay suciedad y están los contenedores perfectamente colocados, a
encontrarnos a la vuelta de la esquina en otra donde las bolsas de basura se
acumulan unas encimas de otras.
No obstante, a
pesar de todo esto, no es necesario viajar para ver lo que yo estoy contando
ahora. Puede que nadie conozca los sitios que yo visito, pero no hace falta ir
tan lejos.
Creo que todos
hemos tirado alguna vez un papel al suelo, y creo que también todos hemos
preferido en más de una ocasión un trayecto en coche a sobrevivir a esos días
de lluvia en los que parece que se avecina un apocalipsis. Pero en los tiempos
que corren, de vez en cuando, podríamos renunciar a un poquito de nuestra comodidad.
Vivimos en unos
tiempos donde tenemos todo cuanto deseamos, donde se nos consiente aunque no
sean las mejores épocas. No estamos en la Edad Media y tenemos medios
suficientes para conseguir lo que queremos cuando lo queremos. Y sin embargo
siempre queremos más, y siempre queremos lo mejor y lo más nuevo. ¿Qué nos
cuesta vivir con un poquito menos?
Siempre he pensado
que cuando nos dicen cosas como que debemos tratar de conseguir la paz en el
mundo, acabar con la crisis o con la contaminación, nos hacen pensar a grandes
rasgos cuando lo que debemos hacer es poner un poquito de nuestra parte
pensando en cómo podemos ayudar nosotros, y no intentar ser superhéroes que
quieren salvar el mundo. Siendo un poco realistas, no somos capaces de hacerlo.
No obstante,
empezando por nosotros podemos hacer muchas cosas. Cuando vayamos por la calle,
podemos esperar a llegar a una papelera y no tirar el envoltorio de un chicle o
de un helado al suelo. Podemos separar la basura tal y como nos enseñan tantas
veces en casa y en el colegio, apagar las luces cuando no hagan falta; podemos
no comprar por comprar y comprar solo lo que necesitemos, utilizar la última
hoja de la libreta que siempre pintarrajeamos para apuntar cualquier cosa que
nos haga falta en algún momento sin necesidad de gastar trescientos folios,
usar esas bolsas de tela que ahora hay por todas partes para ir a hacer la
compra.
Al fin y al cabo no
son grandes esfuerzos, son detallitos posibles en nuestro día a día, nuestra
rutina. Detallitos que nos ayudan y que ayudan a los demás, que ayudan a
nuestro entorno. Ya no solo por todo eso de contribuir con nuestro medio, sino
también por reducir en la época por la que estamos pasando. Tenemos cabeza, y
no es solo para peinarnos, también debemos ser conscientes de la realidad que
nos absorbe. Y somos nosotros hoy en día, los jóvenes, quienes debemos mover
las cartas a nuestro antojo. La partida no es otra que la de nuestro futuro y
nuestra sociedad, y por mucho que otros ayuden, los jugadores somos nosotros.
Debemos luchar, ayudar y poner nuestro granito de arena apostando por lo que
queremos, por nuestras ambiciones. Y una de ellas es esa, aprovechar, saber
vivir bien con lo justo, siendo todo eso que nos enseñan, en este caso un poco
ecológicos, sin demasiados caprichos y con un poco de conciencia. A ninguno de
nosotros se nos van a caer los anillos por meter el papel en el contenedor
azul, la lata de coca-cola en el amarillo y las sobras de la comida en el
verde. Muchos ya lo hacemos, ¿no? Y los demás no sé a qué están esperando, como
he dicho antes, esto es como un juego y el juego ya ha empezado, el tiempo pasa
y no va a esperar por nosotros. Así que sin más, vamos a ponernos en marcha, a
sacarnos un as de la manga, y a ir a por todas. Vamos a jugar para ganar y a
hacer con todas estas pequeñas cosas algo grande. Vamos a hacer de nuestro
mundo un mundo mejor.
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