Escuchar la risa de un niño pequeño es algo que siempre te transmitirá buenas vibraciones. Sí, míralos ahí, dirige la cabeza hacia abajo y verás ese curioso mundo del que una vez tú también formaste parte. Qué felices, qué inocentes, pequeñas criaturas ajenas a un mundo que con el paso del tiempo se va complicando. Recuerdo que cuando era pequeña lanzaba globos por la ventana con caritas felices de todos los colores pintadas. A veces subían tan alto que los perdía de vista, otras llegaban a manos de gente desconocida, que los miraba extrañados y acababa por sonreír. En Navidad, nunca dormía por las noches ansiosa de abrir mis regalos; contaba los días que faltaban para mi cumpleaños la primera semana de mayo; miraba con recelo a todo aquel que me superaba en estatura. Y ahora que yo ya he pasado por eso, que ya mido lo necesario para subirme a cualquier atracción, que tengo que pagar más por entrar en los sitios, me toca ver cómo otros ocupan el lugar que un día ocupé yo. Los viernes a la tarde, los parques están llenos, menos en invierno, pero no dejan de estarlo. Yo suelo andar por ahí cerca, sentada en algún banco, y miro de lejos que juegan a esas cosas a las que un día yo jugaba. Sin embargo todo pasa y yo estoy en otro capítulo de esta la que es nuestra novela. Aunque no queramos, llega un día en que esa inocencia que llevamos en los ojos desaparece y no podemos pasar de largo ante la vida. Suena realista, un poco triste, puede ser. Pero, ¿sabes? Hoy es víspera de Nochebuena. Mañana tampoco dormiré, esperando mis regalos, aunque ya no esté inquieta en la cama por intentar ver a Papá Noel. No obstante, eso es lo que al final cuenta, todos podemos seguir siendo niños, la clave está en no dejar nunca de creer.
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