Me saludan las gotitas de lluvia desde mi ventana formando siluetas tras el cristal. La calle está vacía y el viento mece las copas de los árboles. Ya es otoño, parece mentira que a veces el tiempo vuela, que ayer hacía sol, que estábamos tumbados en la arena viendo como se deshacían las nubes sobre nosotros. Llevo el pijama rojo y negro, el calentito, el que tanto me gusta, y calcetines de esos que nunca enseñamos porque son horteras. Mírame, por favor, doy vergüenza. Y sin embargo me sonrío delante del espejo. He cambiado, al menos un poquito. Me siento algo mayor, igual hasta parezco un poco más madura. Es extraño, a mí me gusta verme como una niña pequeña. Una de esas que finge enfados tontos para llamar tu atención, que si te ríes te saca la lengua, que me cruzo de brazos y te doy la espalda disimulando una risita para hacerte rabiar. Sí, supongo estoy cambiada, pero al fin y al cabo, hay cosas que siempre siguen ahí. No puedo evitar sonreír. Una de ellas, es que me encanta mi sonrisa.
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