A pulso y boli bic




lunes, 24 de marzo de 2014

Dulces sueños

A veces los detalles más insignificantes esconden grandes misterios. Llevaba toda mi vida pasando delante de aquella casa y jamás me había parado a observarla detenidamente hasta que irrumpió una noche en mis pesadillas. Qué rápido volamos con los sueños, que fácil o díficil puede volverse todo cuando nos dejamos arrastrar por Morfeo; en un abrir y cerrar de ojos todo puede ser tan mágico, o tan terrible...
De repente me vi en aquel lugar, atrapada sin saberlo en mi subconsciente. Qué frío resultaba todo, qué extraño ver el mundo a escala de grises, qué inquietante resultaba encontrarme en medio de una niebla densa y blanquecina. Explicar un sueño es algo bastante complicado, pero todavía lo es más hacerlo con una pesadilla, porque pedacito a pedacito tienes que urgar en las sensaciones que te ha producido para reconstruirla como si se tratase de recomponer un puzle.
Cuánta suciedad había, muebles sucios que denotaban desuso y abandono. La madera crujía a medida que avanzaba vacilante por un largo corredor. Escuché un ruido. Sentí que no estaba sola y me aceleré intranquila. "Despierta", intenté decirme, en vano. Retrocedí, y me di cuenta de que mi mente, traicionera, intentaba jugarme una mala pasada. 
Podría pensar que estoy loca si no fuese porque tengo total convencimiento de que en el terreno de la psique todo vale y puedo asegurar, con toda certeza, que en medio de aquel mundo surrealista y apagado, en medio de mi pesadilla, se coló un pedacito de vida. El ruido poco a poco se fue intensificando y yo notaba como también lo hacía mi inquietud. Y, sin más, escuché un ladrido. El ladrido de un cachorro que me llamaba desde detrás de una butaca polvorienta. Tal vez resulte muy absurdo el hecho de que un perro aparezca en una pesadilla como esta. Sinceramente, no sé qué significado ha podido tener este espejismo de mi imaginación ni si éste es trascendental para mi vida, en cualquier caso, me alegra saber que incluso en el cajón de mis pensamientos más inquietantes hay algo capaz de romper con la agonía. 
Lo acaricié, esbozando una media sonrisa que creía que me tranquilizaría. Y sin embargo estaba equivocada. El aire se volvió más frío, más denso. Todo se volvió más oscuro, como si alguien me hubiese colocado un velo translúcido delante de los ojos. "Despierta". Y fue ahí cuando la sentí. Cuando llegó el miedo. Justo detrás de mí, con un aliento gélido, pálida como la luna llena, con las cuencas de los ojos vacías. Delgada, mejor dicho, esquelética, con algo similar a una túnica y un pelo rubio decolorado hasta perder casi con totalidad su tono. Me bastó una mirada. "Despierta". Mi yo físico debía de estar retorciéndose entre las sábanas. ¿Se puede cruzar una mirada con alguien que en apariencia es incapaz de ver? "CORRE". Lo escuché claro en mi cabeza, y aquella palabra penetró con estridencia lastimándome en los oídos. Pero hice caso. Corrí lo más rápido que pude consciente de que no debía detenerme. Bajé las escaleras intentando no tropezar y crucé de nuevo el interminable pasillo hasta que salí afuera. Al jardín. Un jardín vallado de césped muerto y carente de vida alguna. Un jardín cuya única salida era un salto a las vías del tren. 
Incapaz de continuar, frené. Tuve que frenar. Giré sobre mí misma, exhausta. Allí estaba aquella persona, o cosa o lo que fuese aquel monstruo, a escasos metros de mí. Tenía dos opciones y me faltaba tiempo. Aquel fantasma creado por mi subconsciente se estaba acercando, con paso lento y aterrador hacia mí. No pensé, o tal vez lo hice. En un ataque de locura, me precipité al vacío. Mientras caía, en un tiempo que podría definirse en milésimas de segundo o en horas interminables, lo escuché claro. Alcé la vista para quedar cegada por la luz mientras el pitido del tren me reventaba los tímpanos. Entonces, me desperté.


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